Por María Sanz Moguel

Natural como es, pero siempre fuera de la conciencia, cuando arriba, nos confronta con un final, inaplazable irrenunciable, que irrumpe, dolorosa y sorpresivamente y que nos confronta con la finitud.

Es esa pérdida irreparable a la cual nos negamos, y cuando aparece su sombra en el horizonte, buscamos por todos los medios, intentar alejarla, ganarle la partida, evitar que nos arranquen lo que por tanto tiempo hemos considerado un status quo.

Nada importa si es inmediata o si nos da tiempo para despedirnos, siempre sorprende y buscamos darle la batalla, intentar aplazar al menos su llegada y buscamos desesperadamente vivir lo no vivido.

Se nos olvida que toda experiencia es finita, y que cuando languidece, anunciando el final, sólo resta acompañar el proceso hasta su extinción, sin intentar revivir angustiadamente la llama, porque hacerlo nos llevará inevitablemente, a acelerarlo, y a postergar el cierre de elaboración de las pérdidas, llenándonos de frustración impotencia y rabia.

Cuando los finales duelen y perturban, es porque la experiencia ha estado llena, o de experiencias extraordinarias o de sentimientos de no haber disfrutado plenamente.

Vivamos a cabalidad aceptando la finitud para evitar añorar…