Educar, es en estricto sentido, conducir, y, por tanto, en términos de vida, la educación sería conducir hacia una vida plena, gratificante y satisfactoria, donde el actor, es decir, aquel que vive, se reconozca en sí mismo como un ser magnífico, con atributos únicos, capaz de desarrollar habilidades y destrezas, que le lleven a experimentar plenamente su vida y trascendencia.

Sin duda, los primeros “conductores” son los padres, pero también, todos aquellos que forman parte del entorno en que se va desenvolviendo la vida de todo ser humano.

Pensar en parentalidad, por tanto, es pensar en estos guías formadores, que abren espacios para la emergencia y desarrollo de potenciales y habilidades, a través de experiencias que van construyendo identidad, personalidad, mundos internos, formas de relacionarse con la realidad y el entorno, creatividad, estima de sí, disciplina, y en una frase: La forma particular de ser en el mundo.

En los procesos de vida, se van sumando otros guías formadores que siguen abriendo espacios de crecimiento, desarrollo y expansión hasta    llegar a la adultez, momento en que se convertirá a su vez, en un formador.

Quiénes rodean al niño desde el inicio de su vida, durante su tránsito hasta la vida adulta, son en todo caso siempre, una influencia que puede promover u obstaculizar su desarrollo hacia la expresión plena de sí.

El ejercicio de la parentalidad implica por tanto, tener en primer lugar consciencia del impacto que se tiene en la posibilidad vital de ese ser en desarrollo, y a partir de ahí, reconocer que a mayor conocimiento de los procesos, momentos y oportunidades de integración y habilitación de capacidades, mejor resultado habrá tenido tal acompañamiento.